EL DIENTE ROTO
Por: Pedro Emilio Coll | Escritor | Venezuela | año 1890
En wikipedia se puede leer "escritor, ensayista, político y diplomático venezolano. Se le reconoce como uno de los principales promotores del modernismo en Venezuela y uno de los precursores de la vanguardia en América Latina."; por mi parte pienso que este artista, si se le puede calificar de este modo, no sabia el impacto que tendría su famoso cuento; que con tan solo 12 años siendo aún un niño del año 1884, logró atrapar la esencia del político discapacitado (muchas veces incompetente sin razón aparente) que en muchas oportunidades, el azar, los caminos de la vida, las diferentes alineaciones astrales incoherentes le permiten llegar a ocupar cargos insólitos, solo después de ocurridos los hechos, el pueblo y el mundo entero se pregunta: -¿y como llegó este tipo hasta aqui?-; pues el niño Pedro Emilio lo descubrió desde la inocencia de su infancia con una certeza singular, este cuento es uno de mis preferidos "El Diente Roto"; de Pedro Emilio Coll y si encuentran algún personaje parecido en su realidad actual desde aquí "el año 2024"; les digo que ellos llegaron para quedarse, sin más comentario les comparto el famoso escrito:
A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro
sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente
se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan
Peña.
Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo
inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse
en callado y tranquilo.
Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes
víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de
reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita
transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en
éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua
acariciaba el diente roto sin pensar.
-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al
médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos,
excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de
mi profesión me impone el deber de declarar a usted…
-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.
-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó
con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo
de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar;
en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con
júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el
caso admirable del “niño prodigio”, y su fama se aumentó como una bomba de
papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido
por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello
de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía
a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo
desarrapado, Edison… etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía,
distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto,
sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y “profundo”, y
nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud,
las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu
superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la
oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a
punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo
sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador
lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas
sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
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